
Hoy, 23 de julio, se cumplen cuatro años desde que me vi obligado a abandonar Guatemala, el país al que dediqué 18 años de mi vida como fiscal, creyendo firmemente que desde el Ministerio Público podíamos contribuir a una sociedad más justa. No me fui por voluntad, me sacaron por la fuerza de una estructura que se sintió amenazada por nuestro trabajo. Fue un exilio forzado, disfrazado de legalidad y ejecutado con sevicia. Y desde entonces, mi vida ha estado marcada por la pérdida, el duelo, pero también por la convicción inquebrantable de que valió la pena resistir.
Me exiliaron, pero no me borraron. Aunque eso es lo que intentaron: desaparecer nuestras voces, destruir nuestras trayectorias, reescribir la historia desde el cinismo. Lo intentaron conmigo, lo intentan cada día con quienes me acompañaron en la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI): fiscales valientes, comprometidos, profesionales íntegros que, como yo, creyeron que la justicia podía alcanzarse desde adentro del sistema.
A muchos de ellos los persiguieron, los acosaron, los amenazaron, los desprestigiaron. Algunos fueron encarcelados. Otros, como yo, viven en el exilio. Todos han sido golpeados por una maquinaria de impunidad que no tolera la verdad. Y sin embargo, aquí seguimos. Con la certeza de que la causa que nos unió sigue vigente.
En estos cuatro años he perdido amistades: algunas por temor, otras porque nunca fueron verdaderas. Parte de mi familia se alejó, quizás por desconfianza, o porque estar del lado correcto de la historia implica también cargar con la incomodidad del conflicto. Pero también hubo quienes permanecieron: mis padres, seres queridos que han sido un refugio de amor y fortaleza. Y encontré nuevas amistades, nuevas alianzas, nuevas formas de luchar. Porque el exilio no apaga el fuego de la convicción, lo transforma.
Este camino ha sido áspero, injusto, desgarrador. Pero no me arrepiento. Porque si algo aprendimos en la FECI es que vale más vivir con dignidad que rendirse ante la impunidad. Que los expedientes, los juicios, las audiencias eran más que papeles: eran la oportunidad de que la justicia tuviera un rostro, una consecuencia, una reparación. Y eso es lo que nos quieren arrebatar hoy: la posibilidad de creer que Guatemala puede ser distinta.
Ayer, en una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la secretaria ejecutiva preguntó al Estado de Guatemala qué acciones había emprendido para atender a quienes fuimos forzados al exilio. La respuesta fue el silencio. Ni una cifra, ni un gesto, ni una mención. Ese silencio no es un olvido: es una declaración elocuente de indiferencia.
Pero su mayor frustración —la de Consuelo Porras y sus cómplices— es que, a pesar de todo, no han logrado callarnos. No lograron borrar las pruebas, ni los expedientes, ni las sentencias que marcaron precedentes. No han logrado desmontar la memoria colectiva que recuerda quiénes fueron los verdugos y quiénes, con todas nuestras imperfecciones, intentamos cambiar las cosas.
Hoy, a cuatro años de distancia, reafirmo que no me fui para esconderme, sino para poder seguir hablando. Y que si callamos, los corruptos ganan. Por eso sigo denunciando. Por eso escribo. Por eso no dejo de creer. Porque si algo me enseñaron mis compañeras y compañeros fiscales, es que la justicia no se entrega: se defiende. Y aunque estemos dispersos, separados, perseguidos o encarcelados, seguimos siendo parte de una misma causa.
A cada uno de ustedes, les doy las gracias. Por su trabajo, por su valor, por su amistad, por su resistencia. Lo que hicimos juntos no lo podrá borrar ni el silencio del Estado ni las campañas de difamación. El tiempo pondrá cada cosa en su lugar. Y nosotros, mientras tanto, seguiremos luchando. Porque Guatemala lo merece. Y porque mientras haya memoria, habrá justicia.
A mis compañeras y compañeros exfiscales de la FECI: por la justicia que defendimos y la dignidad que aún nos sostiene.
Por Juan Francisco Sandoval